-Ni subido a una escalera conseguiría besarte –dijo el tipo apoyándose en la barra– tienes unas piernas larguísimas.
Él sonrió.
-¿Puedo invitarte a una copa?
-Puedes pagar la que estoy tomando.
Chasqueó los dedos al camarero y tres horas después se acercaba a ella, en la cama. Insistió en que se pusiera cómoda y ella comenzó a desenroscarse las piernas, una tras otra.
Ante la pálida cara del individuo, turbada por tener que repetirlo, explicó:
-Las heredé de mi madre. Solía caminar de puntillas, sobre brasas. Hasta que un día tropezó.
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